La noche anterior, mi cuerpo era un trompo sobre la cama. Entre tanto giro no lograba conciliar el sueño. Me acosté temprano, con la esperanza de dormir mejor, pero el insomnio llegó con corbata. Esa mañana tenía una entrevista de trabajo. La posibilidad de ser contratada nuevamente por una empresa, después de más de diez años, me llenaba de ilusión y, por tanto, de una emoción nerviosa, casi adolescente.
Había trabajado veinte años como empleada en una empresa. Recibía mi sueldo semanal, tenía prestaciones, viajaba, cambiaba de auto cada tres años. Sin lujos excesivos, pero con estabilidad. Ahora, después de doce años fuera del circuito —entre crianza, casa y perros—, pensaba que mi madurez sería un plus. No tenía distracciones emocionales ni bebés que lloraran a medianoche. Solo ganas y currículum.
Requerían un candidato para el puesto de Capacitación y Desarrollo, la parte de mi profesión que más me gustaba. Ya había sido jefa antes, no necesitaba más jerarquía. Solo una oportunidad de volver al juego.
Escogí con cuidado el atuendo: pantalón sastre beige, blusa blanca con rayas azules, discreta pero firme. Me veía bien. Usaba la misma talla que en mis años de soltera. Pensé que eso hablaba de mi disciplina y orden.
Me arreglé temprano. Mi esposo llevó al niño a la escuela y yo salí rumbo al corporativo. Portafolio en mano, currículum engargolado como si fuera una tesis de posgrado. Veinte minutos en coche. Llegué temprano. El estacionamiento para visitas estaba a dos cuadras, que caminé sin prisa —gracias al cielo, sin tacones.
Al llegar, me impactó la recepción: vitrinas con chocolates como si fueran joyas. Chocolates que mi hijo adoraba. Ya me veía comprándolos a precio de fábrica, siendo la mamá cool del salón.
La recepcionista levantó la cabeza sobre el escritorio de recepción, confirmó mi nombre y me solicitó tomar asiento. Quince minutos. Largos. De esos que te dan tiempo para imaginarte contratada, con gafete, con silla asignada. Me indicaron subir al tercer piso. Al abrirse el elevador, tres personas esperaban. Una de ellas frunció el ceño al verme. Otra intercambió una mirada con su compañera. La tercera murmuró un “ay, no” apenas audible.
Bienvenida de vuelta al mundo laboral.
Una de ellas —la del “ay, no”— me condujo a un cubículo pequeño. Sin preámbulos, comenzó la entrevista. Sin sonrisa, sin contacto visual. Solo lectura de hoja de vida.
—Veo que diste clases en la universidad —dijo.
—Así es —respondí.
—Veo que eres casada.
—Sí. Estoy casada —aclaré, sin que sonara a queja.
Le hablé con ogullo de mi familia. De mi hijo de diez años. Del deseo de volver a trabajar. Ella no reaccionaba. Pasó de una pregunta a otra, como si estuviera rellenando un formulario invisible.
Luego vinieron las preguntas técnicas. Le dije la verdad:
—No nací en la era digital, pero siempre he sido capaz de aprender. Si me capacitan, me adapto. Y me encanta el análisis de datos. Me llevo bien con Excel.
Me preguntó por dos programas de los que jamás había oído hablar. No los negué, pero no los adorné. Pensé que mi experiencia equilibraría cualquier brecha. Inocente de mí.
A los diez minutos cerró el folder. Me miró —por primera vez— y soltó la frase que aún resuena:
—Para ser sincera y no hacerte perder el tiempo, no encajas en la vacante.
Intenté argumentar. Mostrar mis fortalezas. Insinuar posibilidades.
Me interrumpió:
—Elvira, tú eres feliz. Este no es un trabajo para ti.
Y remató con la joya:
—Yo estoy soltera. Prácticamente vivo aquí. Llego a las ocho treinta de la mañana y muchas veces me voy pasadas las diez de la noche. Es un trabajo de jornadas largas y estrés.
Fue el único momento de la entrevista en que logré vislumbrar un destello de humanidad, como si, por un segundo, el alma hubiera empujado desde dentro para asomarse. Pero la rendija se cerró de inmediato con la frase seca:
—Es importante que estés actualizada tecnológicamente.
Fin del espejismo.
Se levantó. Me señaló la salida.
Fin del proceso.
La entrevista, menos de quince minutos. Mi insomnio, ocho horas. Salí del edificio mirando cada puerta con la esperanza de encontrar un rostro comprensivo. Nada. Ni una mirada. Ni una sonrisa. Solo los chocolates, otra vez, brillando detrás del vidrio.
Me subí al coche sin saber si reír, llorar o arrancar en reversa. No era tristeza. Era otra cosa. Una especie de desolación sarcástica. Me rechazaban no por incompetente, sino por estar demasiado bien.
Yo tenía lo que las organizaciones parecen temer: una vida.
Durante el camino de regreso imaginé escribirle al Director. Incluso al CEO. Una carta bien redactada, perfectamente estructurada, con argumentos sólidos que explicaran el error monumental de haberme dejado ir. Quería hacer justicia. Pasé todo el día frustrada. Maldije al departamento de Recursos Inhumanos más veces de las que puedo contar. Sentí lástima —sí, lástima— por la mujer desdichada que me entrevistó, y pensé, sin culpa, que seguramente no tiene ni perro que le ladre.
Mientras avanzaba lentamente entre semáforos y embotellamientos, vinieron a mi mente otras entrevistas. Pero desde el otro lado del escritorio. Recordé al candidato que llegó empapado en sudor y tembloroso: había tenido un accidente camino a la entrevista, y aun así llegó. Nervioso, deshecho, no dio una. También a la mujer que, siendo médico cirujano partero, suplicaba por un puesto de operaria. Le daba igual coser o cargar, con tal de llevar dinero a su casa. Pensé en el señor del folder hecho a mano, grande como una caja de archivo muerto, porque en uno normal no le cabían tantos títulos ni reconocimientos de todos los tamaños. Me mostró sus diplomas desde el kínder, uno por uno, con la esperanza de ser considerado. Entonces nos reíamos de esas cosas en la oficina. Hoy, no me hace gracia.
Recordé también el clásico de clásicos: el formulario donde, en el apartado de “sexo”, alguien escribió: “una vez por semana”. Lo encontrábamos hilarante. Ahora lo leo desde otro ángulo. Hoy —me dije— habría que agregar opciones como “no binario”, “trans”, o simplemente eliminar la pregunta para no caer en una demanda por discriminación. Y mientras pensaba en todo eso, entendí que uno cambia.
Para cuando llegué a mi casa, mis pensamientos justicieros se habían disminuido, por lo que decidí no hacer ninguna carta ni reportar a nadie; me bastaba con sobrevivir al golpe.
Lo que no se disolvió tan fácilmente fue la náusea de sentirme obsoleta. La certeza, indigesta, de que había sido descartada no por falta de capacidad, sino por tener algo que no se valora: una vida propia.
Al parecer, ser feliz también te vuelve sospechosa.
Apenas crucé el umbral, me até el pelo con una liga cualquiera. La blusa y el pantalón sastre se fueron al cesto sin gloria. Me enfundé en unos shorts y una camiseta, tomé la escoba, el recogedor, y retomé la faena doméstica que había dejado en pausa para ir a vender, inútilmente, mis talentos.
Y sí. La inhumana tenía razón.
Ese no era un trabajo para mí.
Era un encierro con sueldo.